jueves, 18 de noviembre de 2010

Reflexiones sobre la bondad y la autocomplacencia


Ayer por la noche, en la oscuridad de la vigilia y con la conciencia adormecida, me sobrevino una reflexión/revelación que querría compartir con vosotros.

Todo vino a cuento de un encuentro que tuve. En él me di cuenta de que empiezo a acusar cierta deformación profesional, lo cual me agradó y también me asustó un poco. Pero esa es otra historia.
El caso es que se trata de una persona con muchísimos problemas a nivel académico y, porqué no, a nivel personal. La clase de persona que sufre de esa profecía auto cumplida: “Soy un bacalao, no tengo memoria, no sirvo para estudiar…” ya conocéis la canción.
Por supuesto, inmediatamente surgió en mi un deseo de ayudar, de hacer algo por ella. Esta es una faceta de mi mismo que conozco bien, y en tanto que se trataba de un sincerísimo deseo, guiado sólo por la búsqueda del bienestar ajeno, al rato noté algo que me disgustó bastante: me di cuenta, mientras trataba de dar buenos consejos, siempre desde la humildad, de que estaba disfrutando de un cierto regocijo interno: aquello que estaba destinado a ayudar a otra persona se había convertido, sin que yo me percatase, en una manera soterrada de alimentar mi propio ego.
Ahí estaba yo, sintiéndome bondadoso y magnánimo, ayudando con mi dilatada (escasa) experiencia, dando consejos en un tono que apestaba a paternalismo barato.
Fue algo que duró un instante, y enseguida reculé hacia una posición más humilde. Pero la mácula ya había permeabilizado: durante un instante, había dejado de mirar enteramente hacia la otra persona para pasar a contemplar mi cebado trasero.

Por supuesto, se puede decir que me di cuenta a tiempo, que la vanidad es algo propio de los humanos y que oye, un desliz lo tiene cualquiera, más si lleva un día agotador, un par de cervezas encima y son las 3 de la mañana… pero esto son sólo excusas.
Soy de la creencia (y es, en parte, lo que me impulsó a explorar este camino) de que la labor del docente es sagrada. Una forma de la más alta expresión del amor por el prójimo: la libre y desinteresada entrega; el consagrarse al bien ajeno.
No quisiera que me malinterpretéis: no estoy sugiriendo que vosotros vayáis a incurrir en este mismo error. Lo cierto es que siempre he pecado de un cierto egocentrismo y espero que el ser consciente de esto me mantenga en guardia para evitar este tipo de falta.
Pero, en menor medida, también soy consciente de que cualquiera corre el peligro de caer en la autocomplacencia cuando menos lo espera, y se me ocurrió que, siempre con el ánimo de ayudar a la reflexión, estaría bien compartir esta experiencia con vosotros.
Debemos estar atentos, permanecer siempre vigilantes y no olvidar el origen y el fin de nuestro cometido, y de ahí esta aportación: con la esperanza de que, de algún modo, os ayude en el auto examen y os ponga alerta sobre uno de tantos posibles males que acechan en a la vera del camino.

Un cariñoso saludo a todos.

José Garnelo

1 comentario:

  1. jose!
    te iba a mandar un mensaje para que nos dijeses quién eras, porque no había leído tu nombre, aquí arribita a la derecha. pero sabía que esto era tuyo

    un beso

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